viernes, 10 de julio de 2009

"La risa es el gran instrumento de liberación" - Mario Margulis



La horas se pasan como gotas de agua que se deshacen en mis manos…

Quisiera estar en otro lugar: Un sitio sumamente risueño.

La risa: mi debilidad. Un espacio donde hubiera risas caminando, navegando en un yate, dibujando paredes; risas que decoloren la oscuridad de un puente y que delineen un camino de flores.

Cambio llanto por una risa; cara de nada por una sonrisa.

Cambio búsqueda de felicidad por miles de días de alegre eternidad.

Franca Cinthya

Su Cápsula


Estaba sentado en su mecedora de roble. El cómodo tapizado de terciopelo contenía su cuerpo reposado cálidamente. Encendió un cigarrillo y miró por el ventanal que daba hacia la calle. Una mirada fría, proveniente de sus más íntimos pensamientos, se fijaba en aquel paisaje urbano poco transitado.
Aquella tarde, una nube gris cubría de norte a sur toda la ciudad. No se esperaban lluvias, pero el viento comenzaba a filtrarse entre los peatones.
Él continuaba perpetuando un horizonte imaginario, que de a poco, iba encendiendo su ambición; mientras sus manos se frotaban la una a la otra, su avaricia aumentaba aceleradamente.
El chillido del hamacar se mezclaba entre balbuceos de palabras que nadie pudiera descifrar. La música de Tschaikowski era su única compañera y lo único que resplandecía su alma. También le generaba cierto placer mundano.
De chico, solía sentarse en la misma silla para escuchar los consejos de su abuela: La única mujer importante en su vida, a la que amó, más que a la música.
Su enternecida pasión por ésta, lo introdujo en una brutal depresión cuando la mujer -ya muy anciana- falleció.
La desolación le enseñó los vicios. Hasta ese entonces, nunca antes había fumado ni bebido whisky. En su mente merodeaba la tristeza y la venganza. Quería soltar su juicio; pero jamás lo lograba. Salir del encierro, cruzarse con la gente, hacer amistades, ya no eran cuestiones fáciles para un hombre que había paralizado su vida en una mecedora. No acostumbraba a hablar; tampoco tenía con quien hacerlo.
Se había desterrado a una tradición sedentaria, que jamás volvería a abrirle las puertas hacia la espontaneidad.
Una noche en penumbras se levantó de la silla que lo esclavizaba. Se acercó hacia una mesada de mármol. Allí había un vaso de cristal, un grifo de cobre y una botella de whisky. Llenó el vaso con agua, metió la mano en su bolsillo y sacó una frasco pequeño. Lo abrió. Tomó su contenido y con un leve temblor en las manos, introdujo en su boca unas cápsulas de unos pocos gramos. Bebió el agua; luego el whisky y regresó a su silla.
Realizó una acción que le costó dificultad y se acomodó, como para descansar. La música a todo volumen hacía retumbar las paredes del monoambiente. La policía llegó al lugar en busca de un sujeto, que intentaba meterse en la habitación; pero cuando lograron abrir la puerta, se llevaron una sorpresa. El cuerpo reposado en la misma posición que de costumbre, estaba rígido, frío y sin aliento.
Otra vida más, que tras sentir que había muerto en vida, decidió imponerse un tumultuoso final.

Franca Cinthya