jueves, 31 de diciembre de 2009

El último deseo

Se sintió defraudada. Esta vez, las cartas no habían puesto el juego a su favor. Sabía que iba a sufrir, pero no con tanta inmediatez. Despúes de aquella noche de lujuria y verborrágico deseo la noticia la dejaba piantada como loco en su balada.
Entre llanto e impotencia dejaba deslizar la historia entre sus dedos. Respondió a cada tontería que él sin darse cuenta decía, pero no sentía. Leía sus palabras y se abría de a poco la herida. Como una puñalada, o lo que es peor, como sentir el filo y la punta de la daga, que aferrada al pecho, quita el aire y lo comprime todo en un nodal infiernal.
Sabían que se estaban lastimando. Quizá también estaban perjudicando a terceros. No les importó.
La noche anterior a la despedida se habían encontrado en el departamento de Gabriel. La única excusa de la cita no era el sexo. Por lo menos, para Carolina, esa no era su única intención. Ella quería verlo. Tenía ganas de pasar un agradable rato a su lado, pues cuando estaban juntos, ella se sentía a gusto con las charlas, las miradas y las analogías que hacían de la vida. Eran telepaticamente perfectos.
Carolina se fue de una fiesta a las cuatro de la mañana. Todavía era de noche y el cielo estaba estrellado. Nada podía salir mal. En sus planes estaba tomar un taxy, pero una amiga que iría de pasada por aquellas calles, la alcanzó hasta la casa del muchacho. La esperó a que bajara, le deseó suerte y se fue.
Nunca se imaginó, que esa sería la última vez que bajaría del auto para consumar la pasión infinita de dos corazones exaltados. Que entraría por esa puerta de aluminio, negra, antigua, que chillaba al abrir y jamás volvería a hacerlo.
Mandó un mensaje de texto para anunciar su llegada. Hace rato que se acostumbra a hacerlo de esa manera. Sin embargo, como habían pasado unos minutos, continuaba entre las dos puertas del portal del edificio. Entonces, no le quedó más remedio que tocar el timbre.
Inmediatamente le abrió. Estaba un poco dormido. Eso enterneció su cara de niño grande, bajo el síndrome de peter pan. Solían hablar de este caso psíquico en sus charlas de los jueves a la tarde o de los lunes a la noche por chat. Siempre podían hablar de lo que fuera. Sin problemas.

El se apoyó sobre el borde de la mesa. Tomó sus manos y las colocó alrededor del cuello, para que sus caras se acercaran y de a poco comenzaran a rozar, primero sus mejillas, luego sus bocas. Se entremezclaban las risas cómplices de un acto vanal. la debilidad corporal empezaba a manifestarse. Era terrible el carisma que comunicaban aquellos sujetos.
Continuaron dejandose llevar por la pasión que desataban los besos. Hasta que sintieron que era el momento de pasar a un cuarto intermedio.
El dormitorio, pequeño, pero inmenso para Carolina un día después de lo ocurrido.

Los minutos se desvanecían; para ellos no había reloj posible. Comenzaron por los besos. Valbucearon algunas palabras. Todos los gestos y mimos quedarían grabados en la memoria de ambos, para siempre. Jugaron al cíclope. Continuaron emanando risas de una complicidad cruel y dolorosa.
Seguido de un movimiento que los posicionó sobre la cama de costado, pero enfrentados. Entonces, él, le deslizó el jean suavemente.
De fondo se escuchaban los temas que les gustaban. Esas canciones que alguna vez fueron sus predilectas; o quizá lo sigan siendo.

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